A las afueras de un pueblo, vivía
una vez una niña llamada Tina.
Tina era una niña que no podía
estarse quieta en ningún momento. Jugaba y corría durante horas y no le tenía
miedo a nada.
Una mañana se alejó de casa para
jugar como de costumbre. Solía jugar ella sola en un riachuelo que había cerca
de su casa. No tenía hermanos ni conocía a ningún niño que viviera en alguna
casa cercana. Así que jugaba ella sola o con algunos animales que encontraba.
Esa misma mañana, Tina se
encontraba inmersa en su juego; trataba de hacer que una piedra sobrevolara el
riachuelo hasta dar al tronco de un árbol inmenso donde había varias ardillas
durmiendo. Intentaba despertarlas con esas piedras pero veía que era algo muy difícil de conseguir. Entendió que si se acercaba al árbol y cruzaba el
riachuelo podría golpear con más fuerza y así las ardillas se despertarían con
toda seguridad. Sin embargo, su padre le tenía dicho que no debía pasar al otro
lado del riachuelo, por muy fácil que le resultase hacerlo.
Tina recordaba las palabras de su
padre mientras miraba a las ardillas dormidas, con tentación de despertarlas.
Luego miraba al río y regresaba la mirada a las ardillas, de nuevo, esperando
encontrar el empuje necesario para poder despertarlas sin tener que cruzar el
río.
Divisó una forma fácil de pasar el
riachuelo; encontró tres piedras casualmente alineadas en una zona donde el
riachuelo parecía estrecharse. Se convenció de que no pasaría nada; que tan
solo lo cruzaría, despertaría a las ardillas y volvería de nuevo al lugar del
riachuelo en el que se encontraba; sin embargo, cuando comenzó a cruzar el
riachuelo y se encontraba entre las dos últimas piedras, pudo darse cuenta del
peligro que estaba corriendo; las piedras sobre las que estaba empezaron a
temblar y separarse obligando a Tina a juntar sus piernas sobre la misma
piedra. En ella trataba de mantener el equilibrio pero cada vez se movía más y
más.
Tina, asustada se agarraba a la
piedra lo más fuerte que podía. Sin embargo, y a pesar de sus esfuerzos, terminó
cayendo. Sorprendida se encontró de repente en el suelo. Justo en el lado del
río a donde quería llegar. Miró entonces al árbol en busca de las ardillas pero
ya no había ninguna ardilla. Siguió mirando alrededor, esta vez al río Buscaba
las mismas piedras por las que había llegado ahí, pero no encontró ninguna
piedra. Pensó en meterse, pero el riachuelo tenía mucha más agua de lo normal.
Podía ser muy peligroso.
Quería volver a casa pero no sabía
cómo hacerlo. Estuvo en ese mismo sitio pensando y pensando el modo de volver y
lo mucho que sentía no haber hecho caso a su padre. Sentía que iba a quedarse
ahí sola y todo había sido porque, encima, quería despertar a unas pobres
ardillas que dormían plácidamente.
Tras llegar a este pensamiento se
entristeció y se sentó con resignación a la orilla del río.
Poco después de sentarse sintió un
par de golpes en el costado derecho y
miró para ver de qué se trataba. Alzó las cejas al descubrir con sorpresa que
se trataba de una ardilla. La ardilla había escuchado sus pensamientos y
trataba de ayudarla.
Tina miró a la ardilla y sin
entender nada, se levantó y fue hacía el árbol descubriendo una especia de
pasadizo. -¿A dónde lleva?- le preguntó a la ardilla, que simplemente sonrió y
asintió esperando que Tina entendiese que era lo que estaba buscando. La única
forma de volver a casa.
Tina, confió en la pequeña
ardilla. Parecía estar segura de lo que estaba indicando. No había mucha más opción tampoco, así que Tina se adentró en el pasadizo y pronto, sin apenas
introducirse, pudo ver una luz que llevaba a la superficie. Se dirigió hacia
allí y cuando se encontraba en la superficie pudo ver la parte de atrás de su
casa. Echaba humo por la chimenea indicando que se aproximaba la hora de comer.
Tina, muy contenta, corrió en dirección a su casa en busca de su papá. Entró en
casa y le abrazó con todas sus fuerzas. Le pidió disculpas por lo que había
hecho. El padre le explicó que quien te quiere, te cuida y era lo que él siempre
había hecho diciéndole que no pasara al otro lado del río.
Se abrazaron de nuevo y prepararon la mesa juntos para poder comer.
Desde una de las ventanas de la casa observaba la ardillita feliz, por el
reencuentro. Estaba orgullosa de que la pequeña hubiese aprendido que había que
ser cuidadoso con los animales además de que debía ser obediente.